Pensar. Sentir. Decidir.
Llevo semanas escuchando y observando a personas diferentes tomar decisiones. No estaba previsto. Las sesiones en las que he trabajado estos días tenían temáticas diversas. Sin embargo, sea por la primavera, por la vida, o por la casualidad, en todas ellas, se han dado momentos intensos de debate personal y grupal sobre cuál es la mejor forma de afrontar nuestras elecciones.

En algunas de esas sesiones, las personas lloraban. Sostenían, con un coraje admirable, su vulnerabilidad ante la situación. En otras, aparecía la sorpresa al comprender que, tomando distancia, y templando el sentimiento, algunas decisiones eran más sencillas.
Es la maravilla del aprendizaje humano: descubrir que somos capaces de mucho más si estamos dispuestos a cuestionarnos, a poner en duda lo que creíamos inamovible.
Somos todos diferentes, y todos tenemos algo que aprender.
Carl Gustav Jung ya distinguió, a principios del siglo pasado, dos preferencias en nuestra forma de tomar decisiones. Dos formas distintas de afrontarlas: A una la llamó Thinking (Pensamiento). A la otra Feeling (Sentimiento).
Su descripción es compleja, de modo que lo que planteo a continuación es una simplificación de sus ideas, completada más por la experiencia y la observación que por la teoría.
Las personas con preferencia Thinking, tienen un talante más racional. Toman distancia de la situación, reflexionan de forma relativamente objetiva, y eligen lo que consideran que corresponde hacer. Las emociones, lo personal y lo subjetivo quedan fuera de la ecuación.
Las personas de preferencia Feeling, tienen un talante mucho más emocional. Se sumergen personalmente en el análisis de la situación, contemplan todo lo que puede pasarles a las personas involucradas, "sienten" cada posibilidad, no quieren generan tensión y lo evitarán tanto como puedan; algunas veces, a costa de la propia decisión. La lógica, la objetividad y la distancia no son variables que entren en juego.
Ambos tipos de personas toman a veces la misma decisión, pero siguen caminos muy diferentes para hacerlo.
Seguramente, ante esta definición, cualquiera de nosotros podría indentificarse con ambas posturas. Todos nos consideramos más o menos empáticos, lógicos, mínimamente sensibles, racionales o compasivos. Sin embargo, al tomar decisiones, tendemos a posicionarnos en una de estas dos opciones con más intensidad que en la otra.
Más allá de buscar etiquetarnos en una identidad de Pensamiento (Thinking) o de Sentimiento(Feeling), lo que me parece interesante, es tomar conciencia, de cuál es nuestra fortaleza y cuál nuestra fragilidad.
En uno de esos dos caminos, nos manejamos mejor que en el otro.
Los más racionales, se sienten cómodos haciendo un análisis análisis lógico de la situación. A menudo son críticos y describen rápidamente el error buscando la eficiencia. No emiten juicios personales y pretenden una solución sensata.
Los más emocionales, miran directamente a la persona. Son tolerantes con el error si perciben que reconocer los aciertos generará mayor satisfacción y evitará el conflicto. Juzgan la situación de forma subjetiva y buscan una solución que consideren justa según sus valores.
Lo curioso, es que en situaciones de estrés, cuándo tomar decisiones es todavía más complejo, nuestras fortalezas se desdibujan y nuestras fragilidades se intensifican. Por ejemplo:
Los más racionales, pierden perspectiva, su agilidad y objetividad en el análisis pierde fuerza y, en su lugar, las emociones aparecen invadiendo el espacio, dramatizadas o exageradas, hasta tal punto, que el juicio se nubla y deja paralizada la acción o la aboca a una impulsividad que no usarían en otras circunstancias.
Los más emocionales, también se transforman. Ven menguada su capacidad de empatía, su sensibilidad deja paso a ideas rígidas, excesivamente firmes, hasta tal punto, que pueden decidir con una contundencia y una frialdad asombrosas. Toda su emocionalidad queda relegada a un segundo plano para dar paso a una racionalidad desproporcionada y carente de compasión.
En infinidad de ocasiones he visto como esta diferencia de enfoque en las personas, generaba debates interminables. Escucharles era como asistir a una conversación donde se hablaban idiomas diferentes y se atendía a realidades completamente dispares.
Desde mi punto de vista, ni unos ni otros, somos impecables. Sólo somos humanos, sesgando en parte nuestras decisiones, tanto cuando estamos estresados, como cuando parecemos no estarlo.
Puesto que todos sentimos y todos pensamos, el desafío real, es dar igual protagonismo a esas dos dimensiones cuando queremos tomar una decisión:
Aprender a enfocar nuestro análisis de forma objetiva, tomar distancia y ganar perspectiva y, simultáneamente, reconocer nuestras emociones, darles espacio, escucharlas y templarlas para poder decidir.
Esto, que resulta tan fácil de escribir y tan difícil de hacer, requiere sobre todo de dos cosas:
Confianza en mi mismo y en la vida: confiar en que, sea como sea, tome la decisión que tome, la vida seguirá su curso y las cosas serán como puedan ser. Y así, estará bien.
Amor propio: para asegurarnos de que decidimos tratándonos con respeto, cuidando de nuestra dignidad. Sabiendo y sintiendo que somos merecedores de que suceda lo mejor.